La Academia Sueca del Nobel este
año se ha superado a sí misma. A su ya manifiesta tendencia a desbaratar todos
los pronósticos (si alguien es favorito alguna vez que sepa que no lo va a
ganar) el año pasado se unió la novedad de
premiar a alguien que no es escritor (Bob Dylan), cuando tantos escritores en
el mundo viven encarcelados o con dificultades para poder expresarse. Muchos
dibujantes de cómic (perdón: de novela gráfica), tal vez pensaron que esta vez
sería su oportunidad, pero contra todo pronóstico, no ha sido así.
Esta vez la voluntad ha sido
otra: joder a Murakami, eterno aspirante. Y lo ha hecho de la manera más cruel
y retorcida que uno pueda pensar: premiando a un escritor inglés con apellido
japonés (¡qué curioso, hasta tiene cara de japonés!), creador entre otras cosas
de una de las novelas más inglesas que uno pueda echarse a la cara: Los restos del día.
La verdad es que nunca he leído a
Murakami, tal vez por ese defecto snob
y abiertamente estúpido de no querer leer a alguien por el simple hecho de ser popular. Recuerdo cómo en una librería
barcelonesa una joven ataviada con vestimenta pseudogótica (o así la quiero
recordar) confesaba a su compañero, mientras acariciaba el lomo de su último
libro: “amo a Murakami, es mi dios”. Tal es la dimensión de su veneración.
No hay duda de que no dar el
premio a Murakami va camino de convertirse en una tradición muy escandinaba, como ironiza Borges con la reiterada
negativa de concederle el Nobel.
No sé qué deben estar tramando ya
estos personajes de la Academia Sueca de cara al próximo año para aumentar el
martirilogio del escritor japonés: tal vez dárselo a un compatriota suyo (no, demasiado
visto), tal vez a un poeta de haikus, o mejor aún: a un dibujante de Manga.
¿Por qué no? Tal es la dimensión de su maldad.
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